La revolución por el universo (I)

Durante la primera mitad del s. XX, Edwin Hubble protagonizó, junto con otros astrónomos, una revolución en nuestra concepción del Universo de un calibre parecido a la revolución copernicana, acontecida unos siglos antes. Este cambio de paradigma quedó sintetizado en el nacimiento de un nuevo parámetro: la constante de Hubble. ¿Fue la atenta observación de nuestro sistema solar lo que motivó este cambio, tal y como había motivado el impulsado por Copérnico? ¿Quizás la observación de las estrellas? En absoluto.

La revolución del s. XX fue motivada por la observación minuciosa de unos objetos que habían pasado casi totalmente desapercibidos durante la mayor parte de la Historia, unos objetos que prácticamente ni existían para los astrónomos de la Antigüedad y que, en consecuencia, fueron totalmente ninguneados a la hora de plantear modelos del mundo.

LA PEQUEÑA NUBE

Durante milenios, el firmamento estuvo poblado casi únicamente por estrellas. Incontables generaciones de astrónomos observaron la esfera celestial sin ver en ella más que el Sol, la Luna y gran cantidad de puntos luminosos –un puñado de los cuales tenía la desconcertante propiedad de errar entre la inmensa mayoría que se mantenía fija-. Muy de vez en cuando pasaba un cometa, y a veces surcaban los cielos estrellas fugaces. Fenómenos efímeros que no alteraban el inventario general de los cielos. Además de la gran franja luminosa que aparecía en los cielos las noches despejadas, el rasgo esencial del firmamento nocturno era sin duda los puntos luminosos que brillaban en él imperturbables, en el mismo sitio cada noche.

Los llamaron “estrellas” y a pesar de ser innumerables para el común de los mortales, los astrónomos se empeñaron en contarlos, en clasificarlos según su brillo y, cuando su imaginación se lo permitió, en agruparlos en constelaciones. El Almagesto, el tratado astronómico más completo de la Antigüedad que ha conseguido llegar hasta nuestros días, escrito por Claudio Ptolomeo en el s. II de nuestra era, en Alejandría, menciona sólo siete “estrellas nebulosas” o “nebulosas”: tres de ellas son asterismos -estrellas que forman en apariencia una constelación pero que no está reconocida como tal- y el resto son agrupaciones de estrellas [1].

Un observador tan riguroso, persistente y sistemático como Tycho Brahe, en su obra Astronomiae Instaurate Progymnasmata, menciona sólo seis, aunque sólo una coincide con las documentadas por Ptolomeo. Se considera que el primer astrónomo que dejó constancia escrita de lo que hoy se conoce como galaxia de Andrómeda fue el astrónomo persa Abd-al-Rahman Al-Sufí en el año 964, quien en su obra Libro de las estrellas fijas le adjudicó el nombre de La pequeña nube. ¿Dónde están, a lo largo de la mayor parte de la historia de la Astronomía, todas las nebulosas, galaxias y otros objetos astronómicos que se conocen hoy en día? La respuesta es sencilla: no están. Y también hay una explicación sencilla: el ojo desnudo no tiene sensibilidad suficiente para percibir la increíble variedad de habitantes del espacio profundo.

Nuestra visión puede ofrecernos una imagen espectacular del firmamento nocturno –siempre y cuando nos alejemos del paraguas de sodio de la urbe – pero, a pesar de toda la espectacularidad de esa imagen, la realidad es aún mucho más rica y profunda, y por muy diáfanos que fueran los cielos en la Antigüedad y Edad Media, incontables generaciones de astrónomos se perdieron esa profundidad por carecer de las herramientas necesarias.

Evocación artística del interior de la antigua biblioteca de Alejandría. | Fuente: Tolzmann, Don Heinrich, Alfred Hessel and Reuben Peiss. The Memory of Mankind. New Castle, DE: Oak Knoll Press, 2001 Copyright: A través de la Wikipedia, imagen de dominio público

Como demuestran los registros históricos, y como podemos comprobar nosotros mismos la noche que nos apetezca alejarnos de la urbe, muy pocas “estrellas nebulosas” pueden apreciarse a simple vista. Y de ellas, únicamente tres son objetos extragalácticos: la galaxia de Andrómeda (M31) y las dos Nubes de Magallanes [2]. Todos ellos se aprecian como pequeñas manchas difusas en el firmamento, leves máculas en la esfera celeste que los antiguos decidieron ignorar a la hora de explicar el mundo. Durante la mayor parte de la historia de la Astronomía, el papel de este tipo de objetos astronómicos en las teorías del Cosmos parece haber sido totalmente nulo. Digo parece pues hay que tener en cuenta el desastre irreparable de la biblioteca de Alejandría y la pérdida en China de innumerables registros destruidos por orden del primer emperador Shih Huang-Ti en el s. III a. de C.

Quién sabe si entre todos los documentos perdidos no habría alguno que recogiera una visión del Cosmos alternativa a la preponderante, una visión en la que las pocas nebulosas visibles se tomaran como prueba de que el mundo de las esferas no era tan perfecto como grandes filósofos de la época pretendían. Quizá, al menos, un documento donde se catalogaran más extensamente los objetos nebulosos y se diera cuenta, como mínimo, de lo que hoy conocemos como la galaxia de Andrómeda. Hubiera o no un documento semejante, lo cierto es que la visión geocéntrica del Cosmos, con el respaldo de Aristóteles y la glosa definitiva de Ptolomeo, se impuso durante siglos y determinó, junto con las limitaciones intrínsecas de nuestro sentido de la vista, la percepción que del firmamento nocturno tuvieron los astrónomos durante casi dos milenios [3].

Panorámica de 360º del European Southern Observatory (ESO) en Chile. | ESO/H.H. Heyer

Hubo que esperar al s. XVII para que la curiosidad de Galileo Galilei, aliada con una innovación tecnológica llamada telescopio, acabara definitivamente con la aparente perfección y sencillez del mundo de las esferas de Aristóteles. El modelo heliocéntrico de Copérnico, las observaciones de Galileo, el trabajo de Johannes Kepler y, un poco más tarde, la teoría de la gravitación universal de Isaac Newton permitieron percibir e interpretar el mundo y sus alrededores cósmicos de una forma completamente nueva en la historia de la Humanidad. Los cometas nunca más fueron heraldos divinos, señales procedentes de un mundo más allá del terrenal e incluso más allá de la comprensión humana, portadores de desastres y calamidades, y pasaron a formar parte de un zoo de fenómenos que, al igual que los caminos de las errantes, empezaban a estar bien domesticados por matemáticas perfectamente comprensibles para el intelecto humano [4].

A medida que cada vez más observadores contemplaban el firmamento bajo el nuevo paradigma, y a medida que se equipaban con nuevos y mejores telescopios, el firmamento se fue poblando de objetos tras los cuales se escondía una variedad y fenomenología que tardaría siglos en comprenderse. No es que antes no estuvieran allí, lo que ocurría era que la percepción humana disponía por fin de herramientas tecnológicas y conceptuales suficientes como para empezar a prestar atención a esos extraños objetos.

Los nuevos observadores no pudieron seguir ignorando toda aquella fauna que aparecía, bajo la mirada de sus telescopios primitivos, como manchas blanquecinas, débilmente luminosas y de contornos imprecisos. Había muchísimas más de las documentadas en los registros históricos y su presencia en el firmamento empañaba la nitidez de la esfera celestial, pero eso ya no sorprendió a nadie ni se tuvo reparos en admitir y estudiar su presencia. Durante el s. XVIII muchas personas miraban el firmamento con la misma atención que un cazador acecha una presa en la sabana africana –y, de hecho, actualmente también-. Una de las presas más preciadas en aquella época eran los cometas y una de las personas más obsesionadas con cazar cometas fue el francés Charles Messier, quien realizó el primer catálogo de objetos celestes que podían ser confundidos con cometas.

Hoy en día puede que nos sorprenda que un observador del firmamento pueda confundir toda una galaxia como Andrómeda con un cometa, pero con los telescopios de la época de Messier los cometas también aparecían como manchas difusas en su aproximación hacia el Sol. La única forma de distinguir si se trataba de un cometa o de una nebulosa era observar pacientemente durante varias noches para comprobar si el candidato a cometa se movía respecto al fondo fijo de estrellas. A Messier le molestaba perder noches enteras de observación con un objeto que quizá al final resultara no ser un cometa. Esto implicaba perder oportunidades de pasar a la posteridad y decidió realizar un catálogo que le permitiera descartar rápidamente candidatos a cometas.

La primera versión de su catálogo fue publicada en 1774 y, curiosamente, fue precisamente el catálogo lo que permitió a Charles Messier pasar a la posteridad. La última versión que Charles Messier elaboró de su catálogo fue publicada en 1781 y contenía 103 objetos no cometarios. Posteriormente, otros astrónomos añadieron siete objetos más por lo que actualmente el catálogo Messier contiene 110 objetos catalogados. En él, hay remanentes de supernovas, como M1, la Nebulosa del Cangrejo, cúmulos estelares de varios tipos, como M19 o M34, nubes de gas hidrógeno ionizado, como la Nebulosa del Águila, o M16, y galaxias enteras como la galaxia de Andrómeda, a la que Messier le asignó el número 31 (M31).

Objeto Messier M1, Nebulosa del Cangrejo. | Wikipedia Commons
Objeto Messier M16, nube de gas hidrógeno ionizado con cúmulo estelar abierto asociado a ella a 7000 años luz de la Tierra. |European Southern Observatory
Objeto Messier M31, galaxia de Andrómeda, La Pequeña Nube | ESO/S. Brunier
Objeto Messier M31. Gran Galaxia de Andromeda (NGC 224) www.elfirmamento.com


No sería hasta bien entrado el s. XX cuando se aclararía la naturaleza de todos estos objetos; para Messier simplemente eran “objetos no cometarios” porque, según su percepción, permanecían fijos respecto al fondo de estrellas. Con el paso de los años se construyeron telescopios cada vez mayores y por lo tanto con mayor capacidad para distinguir detalles en las profundidades del cielo nocturno. En 1802, el astrónomo alemán nacionalizado inglés William Herschell había elaborado su propio catálogo con más de 2500 objetos en el espacio profundo.

Este catálogo se había iniciado con el trabajo de Messier como fuente de inspiración y era fruto de dos décadas de exploración minuciosa del firmamento pero estaba lejos de ser un catálogo definitivo. A lo largo de los años siguientes, otros astrónomos tomaron el relevo de Herschell y el número de objetos astronómicos que no podían identificarse con estrellas –ni con cometas- no hizo más que crecer hasta que a finales del s. XIX su número había desbordado varias veces todas las expectativas. En 1888, el astrónomo danés Johan L. E. Dreyer y sus colaboradores publicaron, con la intención de poner un poco de orden, el New General Catalogue, en el que consiguieron reunir 7840 nebulosas. A esta primera edición siguieron ampliaciones en años posteriores y revisiones continuas [5]. La pequeña nube no estaba sola.

Bien entrada la segunda mitad del s. XIX y al mismo tiempo que se llevaba a cabo todo este esfuerzo de catalogación, imprescindible para el estudio sistemático y coordinado con diferentes grupos de astrónomos, irrumpió en el campo de la astronomía una nueva tecnología que, junto con la espectroscopía, iba a ser una herramienta imprescindible en la investigación de esos misteriosos objetos cósmicos: la fotografía [6].

¡LAS ESTRELLAS SE MUEVEN!

La fotografía aplicada a la astronomía no sólo iba a permitir crear un registro gráfico de cuanto los astrónomos observaran en el espacio sino que además gracias a ella se podrían realizar medidas que no hubieran sido posible de otro modo. Con el desarrollo de nuevas emulsiones más sensibles a la luz pudo registrarse no sólo la imagen de las nebulosas sino incluso los colores que componían su luz, es decir, algo tan etéreo como su espectro. La fotografía fue imprescindible, por ejemplo, para descubrir las estrellas variables cefeidas, descubrimiento realizado por Henrietta Leavitt en 1908 y que tendría más tarde un papel crucial en el trabajo de Edwin Hubble.

Sir William Huggins (1824-1910)

En la segunda mitad del s. XIX, gracias a estas nuevas técnicas, se hizo un descubrimiento que, a la larga, cambiaría nuestra concepción del Universo de una forma análoga a como lo hizo la revolución copernicana unos siglos antes. En 1868 el astrónomo inglés William Huggins midió la velocidad con que la estrella Sirio se alejaba de nosotros. Sus medidas resultaron no ser precisamente exactas pero demostró que la velocidad con que las estrellas se alejaban del Sol, o se acercaban a él, podía ser medida y eso animó a muchos astrónomos a medir por su cuenta la velocidad de otras estrellas.

Edmund Halley (1656-1742)

En realidad, no era un descubrimiento completamente nuevo: fue Edmund Halley quien descubrió en 1718 que las estrellas se movían, pero lo hizo a base de comparar las medidas de posición disponibles en su época de tres de las estrellas más brillantes del firmamento, Aldebarán, Arturo y Sirio, con las que había registradas en el Almagesto.

Hasta entonces, las estrellas se habían considerado fijas en el firmamento, ni siquiera Galileo o Newton habían encontrado motivos para dudar de esta suposición. Halley descubrió, después de una comparación minuciosa, que la diferencia entre la posición que se observaba en su época y la registrada en el Almagesto era tan grande que inducía a pensar en algo más que un error observacional.

Aquellas tres estrellas se habían movido. Y siendo de las más brillantes, probablemente fueran también de las más cercanas y, por lo tanto, de las que mejor se podría medir su desplazamiento. Es decir, era razonable suponer que el resto de estrellas también se movieran. Sin embargo, estudiar su movimiento iba a ser algo complicado si había que esperar cientos o miles de años para poder comparar registros. Lo que hizo el astrónomo William Huggins fue estudiar la luz que llegaba de Sirio de una forma nueva: la hizo pasar a través de un sistema óptico llamado espectroscopio.

El espectroscopio más sencillo es un simple prisma: si hacemos pasar luz a través de un prisma éste hace que la luz se descomponga en los colores que la forman. Estudiando esta descomposición se puede saber si el objeto que emite la luz se mueve respecto a nosotros.

Un prisma dispersando luz blanca

De la misma forma que el sonido emitido por objetos en movimiento respecto a la persona que los oye tiene unas características que revelan si el objeto se acerca o se aleja –más agudo en el primer caso, más grave en el segundo-, así mismo ocurre con la luz que emiten. A las velocidades y circunstancias con las que estamos acostumbrados a tratar en nuestro entorno terrestre estos efectos son normalmente inapreciables en lo que a la luz se refiere, pero no ocurre lo mismo con los objetos astronómicos. Tal y como intuyó Halley, en el cosmos todo está en movimiento, no sólo la Luna, los cometas y las errantes, también las estrellas “fijas”, y las velocidades a las que se mueven todos estos objetos suelen ser varios órdenes de magnitud más altas que las que se dan en la habitualmente cómoda superficie de la Tierra. A esas velocidades, los cambios en la luz debidos al movimiento sí se pueden medir. La luz no se vuelve más aguda o más grave sino más violeta o más roja –según se acerque o se aleje de nosotros el objeto que estudiemos- y los astrónomos pueden medir este cambio y deducir la velocidad correspondiente.

Los espectros de emisión de varios elementos químicos son como sus huellas dactilares. | astro.rug.nl
Aquí podemos ver el espectro de absorción de varias estrellas. Las líneas más oscuras son las líneas de absorción. A través de ellas se pueden localizar diferentes elementos químicos en las atmósferas estelares. Son algo así como el negativo de los espectros de emisión

Naturalmente, hay que aprender a hacer las medidas de una forma correcta, y eso, cuando el único maestro que tienes es el aprender de tus propios errores, lleva unos años. Según William Huggins, Sirio se alejaba de nosotros a unos 40 kilómetros por segundo. Las medidas actuales apuntan a que Sirio se acerca a nosotros a unos 7 kilómetros por segundo. Pero estos detalles tienen una importancia relativa: lo importante es que los astrónomos empezaron a medir velocidades de estrellas, y con eso abrieron la puerta a una comprensión nueva del cosmos que iba a llegar después de varias oleadas sucesivas de sorpresas.

Continuará...